El aironazo se desató a la hora en que mi padre murió. Su hermana la chica, mi tÃa Lú, recibió el cuerpo en la cocina, allà mismo lo lavó y lo amortajó en un petate. Asà lo metieron en una maleta y se lo llevaron al cremar. Con la piel que le habÃa quitado mi tÃa Lú vistió un espantapájaros. Lo fuimos a poner en el centro de los sembradÃos, para que no se acercaran los nahuales. Mi papá me habÃa dicho que ya venÃa la época de apostarse por las tardes en el cerco. TenÃa la resortera preparada, el maÃz ya estaba a la vista como carcajadas entre las cañas. Desde hacÃa tres años habÃa empezado a ayudarle en la faena de echar a los invasores del cielo y de abajo. Además de los cacalotes vienen unas urraquitas, y a esas las matábamos con cuidado, porque se comen. A los cacas ni los perros se los tragan, se quedan como un mojón en la tierra, pero eso atrae a otros carroñeros, y a los que se arrastran para atragantarse con nuestros elotes.

A pesar de las ventoleras el traje no perdÃa la forma del cuerpo de mi padre, estaba relleno de totomoxtle y lucÃa una biznaga en el lugar de la cabeza y nopales en cada una de las manos. La verdad es que yo estaba asustado, si se venÃa una gran bandada de cacalotes no iba a poder yo solo. Además de la tÃa Lú estaba MartÃnez, que a veces nos echaba la mano con la macheteada. Vi que se a acercaba uno, muy negro y con el pico azul, y nos veÃa como calculando por dónde poder clavarse por una buena mazorca. Y lo matamos, con disgusto, como si se tratara de una moscota, de esas que uno acaba apachurrando con la mano. Al cabo de una semana empecé a darme cuenta de que el espantapájaros sà trabajaba, los pájaros sentÃan que no estaba de oquis. No se movÃa, cierto, pero al pasarle el chiflón entre los cardos hacÃa un silbidito como si les estuviera soplando a las brasas. Y nosotros los tenÃamos a raya, aunque por abajo habÃan empezado a salir manitas de tlacuaches. A esos canijos hay que soltarles los perros, y les encantan, pareciera que los tuvieran en engorda para matarlos en su punto justo cuando ya están bien gorditos. Y nosotros alguna vez nos comimos uno que mi papá cazó. No lo vuelvo a probar, me hizo daño y se me quedó muy grabado el tufillo.
No podrÃamos iniciar la cosecha hasta que llegaran los peones, ese es el momento que más aprovechan los pajarracos, cuando todos los hombres están ocupados. MartÃnez y yo harÃamos la guardia. Que el sábado, vino a decirnos la tÃa Lú, el sábado llegan y en seguida se ponen a darle. Pero los peones no son asÃ. Trabajan como burros y también asà se portan, beben más que nadie sin mayor finalidad que la de acabar tundidos en la tierra, lo mismo vencidos por el pulque que por una puñalada o de cansancio. Andan en una carreta y van de milpa en milpa. También trabajan huertas y algunos incluso han sido marineros. Detrás de ellos viene la carreta de las carreteras, que asà les llaman a las mujeres que se dedican a eso. Y seguido se empanzonan, por eso siempre vienen un montón chamacos colgados de los palos de la carreta. Los sábados, precisamente, montan una tienda en la plaza donde las dejen o en cualquier descampado que les guste. Y venden trago, por supuesto, si de eso se trata, que los hombres se gasten lo que ganaron, qué importa que en su casa dejen a su gente sin comer. También es importante saber gobernarlos, pueden beber todo lo que quieran pero que no se pasen de listos. Hay que vigilar que desquiten el jornal, que hagan bien las cosas, y que no roben. Además de la paga se les deja llevarse un itacate de lo que hayan cosechado.
Del puro trato acaba uno haciéndose amigo de algunos de ellos. El año pasado sucedió algo que destanteó a la peonada, mi papá le dio un chingazo al jefe. Me pareció mandado, pero él sabe lo que hace y nadie le dijo nada. Lo más vergonzoso de la situación era que no se entendÃa el porqué de esa bronca. Todo el mundo se dispersó del entorno de la tienda de las carreteras y nos fuimos a dormir. La noche anterior habÃa oÃdo que alguien golpeaba en la pared, del lado de la pieza de la tÃa Lú. Enseguida sentà sus pasos y la batallita que siempre le causa abrir su ventana. Sonó el movimiento de algo pesado, un costal que se arrastra. Mi tÃa Lú es una señora que a mà más bien me parecÃa vieja, y es un poquito agria. Si mi papá tenÃa cuarenta ella debÃa andar por ahà de los treintayalgo. Definitivamente con ella no se me iba a parar. Pues eso, dejó entrar al peón ese, un indio muy bien plantado, se quedaron callados y enseguidita ya era imposible no oÃr lo que estaban haciendo. Después de esa noche empecé a mirar a la tÃa Lú con otros ojos. Si me concentraba únicamente en sus muslos y sus nalgas era una mujer, si le veÃa la cabeza, cubierta con una pañoleta de plumas, era otra. Como que estaba hecha de retazos. Aunque siguiera pareciéndome muy mayor en comparación conmigo, empezó a jalarme. Mi ansia me llevó a pensar primero que la tÃa Lú y mi papá habÃan tenido un quéver, luego hasta se me ocurrió que quizá también podÃa ser mi madre.
Justo entonces escuché una habladurÃa en el pueblo, un sábado en la pulquerÃa de don Cuau, eran unas mujeres que empezaron a murmurar apenas entré. Es el hijo de don Fulano, oà que decÃan. Pasaron a hablar de mi papá, dejando que las oyera. Las miré con calma y vi que eran jóvenes, nada más estaban un poco asoleadas y polvosas del largo camino desde sus cerros. Son yerberas, bajan de la sierra y traen pápalo, pepicha, aguacates mestizos, y de un chilÃn muy picoso. Le entraban con sed al pulque, lo tomaban blanco y las muy cerreras le picaban encima cebolla y cilantro, habÃan pedido de los tornillos grandes. Ya sabÃa que me iban a empezar a hacer la plática, ¡y me iba a caer tan bien enlodarme con éstas! Seguimos bebiendo y nos metimos a un reservado. Una de ellas se me acercó muy decidida, querÃa que la abrazara. Ahà mismo, en la banquita del privado, me tendà a lo largo, como montado al revés. Entre las dos me la empezaron a chupar y luego se subió la más rellenita. Mientras una la tenÃa adentro la otra nos lamÃa. Se notaba que la traÃan bien atrasada estas canijas. En ese chiquero nos quedamos hasta que amaneció. En realidad a mà me despertó el mosquerÃo, y tenÃa mucha hambre. Levanté a las chaparras y les propuse que fuéramos por unas pancitas y a un temazcal. Les brillaron los ojitos. Yo tenÃa intención de seguir la parranda. Ahora querÃa cogérmelas más a mi aire, una por una a las dos.
Pero nos dilatamos en la fonda tomando aguamiel. Y ellas empezaron a hablar de mà casi como si no estuviera. Primero una dijo, y aquà mis ojos, ¿también es hijo de doña Lú? Pues yo creo que no, le dijo la otra, porque la señora Lú es hermana más bien de su apá. Este morro es en realidad hijo de su primera esposa, y la única, desde que enviudó no se ha vuelto a casar. Y éstas ¿cómo sabÃan tantas cosas de mi señor padre?, a mà se me hace… Entonces yo me quedé pensando en mi familia. Además de mi mamacita ofrendada, tengo dos hermanos que se fueron al otro lado, ya con ellos no se cuenta. Una hermana casada con un compa de la Huasteca, y yo, el más chico. Mi papá, mi tÃa Lú, y algunos parientes más. En algún momento, cuando empecé yo a salir con los grandes, en la primera monta o cazar conejos o jugar billar, vivà convencido de que mi papá y su hermana estaban casados, que eso habÃan sido para mà y mis hermanos en esta casa. Y esto vino a cuento porque desde que habÃa muerto mi padre sentà que mi tÃa se quedaba viuda, por eso mi papá le pegó al capataz. La horripilante noche de su muerte yo estaba asustadÃsimo de tener un muerto en la cocina, y que el fiambre que mi tÃa Lú aderezaba allà mismo fuera mi papá. Mi tÃa Lú fue la que dijo que a mi papá debÃamos quemarlo, para que su cuerpo no se pudriera en la tierra o no fueran a querer desenterrarlo para comérselo. Y nosotros no podÃamos probarlo.
Ella tomó todas las decisiones. Mi hermana no llegó a tiempo, nadie iba a oponerse. Por la noche yo no podÃa estar a oscuras, todo me daba susto. En realidad estaba yo muy triste, porque lo habÃan matado, y porque empezaba a darme cuenta que en nuestra familia ya habÃa demasiados difuntos. Esa sensación tuve, que estábamos a punto de desaparecer todos los de esta rama. Dejé de pensar en estas cosas porque era muy urgente resguardar la cosecha. Después de recoger los elotes habÃa que llevarlos a un buen lugar, en varias vueltas de carreta ir almacenándolos. Eran como veinte peones, y me fijé que venÃa con ellos el mismo capataz, el indio que tuvo la dificultad con mi papá. También estaba MartÃnez, un sobrinito de él que igual le sabe el machete, y yo y mi tÃa Lú. Después del primer repasón la tierra y las plantas y todo como que se esponjan, y sueltan un olorcito que atrae lo mismo chivos que alimañas. No habÃa luna, apenas una uñita cortada allá en un rincón, y las estrellas se veÃan como apagadas y más lejos. Ese sábado me pareció que en el vaivén del viento habÃa una intención, me acuerdo que se lo dije a MartÃnez. Los cacas no viven de noche, me respondió. De cualquier forma mandamos llamar a todos los peones, les dimos palos largos y resorteras.
Llegaron primero los zanates, azules como el pico del cacalote pero tilicos. VenÃan desde los cerros, en un solo envión, y no empezaron a graznar hasta que ya estaban sobre las mazorcas. Se concentraron casi todos por el lado donde sale el sol, y para allá nos fuimos corriendo. Más oscuro parecÃa el cielo porque a lo lejos brillaba uno que otro foquito. En realidad los zanates nos habÃan distraÃdo del lugar donde mejor estaban los elotes. Y las urracas se habÃan ido directamente a picotear a mi papá, al espantapájaros, digo. Las resorteras son para el dÃa, cuando se ve bien o se puede simplemente apuntar a una sombra. Los pinches perros coyones ladraban y ladraban pero no se metÃan en el maizal. Los zanates no dejaban de hacer ruido y no se iban, subÃan y bajaban. Yo empecé a oÃr algo, un graznido más ronco debajo del viento. No se distinguÃa nada, cuantimenos un cacalote. Hasta que llegó un escuincle a avisarnos que nos fuéramos para la casa, que de aquel lado estaban los cacas. Mi tÃa Lú los habÃa visto y habÃa salido con una escoba a desplumarse con ellos. No son pajaritos, y basta con que dos se pongan de acuerdo y matan a una persona. Se oÃa la oscuridad como de lodo, un aleteo espeso, crujir de plumas.
Pasamos a un lado del espantapájaros, que casi me espanta a mà también. Lo habÃamos clavado macizo y no perdÃa su figura a pesar de los urracazos. Entonces se soltó un aironazo igualito al de la noche en que mi padre murió. Por momentos con más fuerza. El espantapájaros pareció gemir al sentir la lija del viento. Corrimos, encontré a la pobre de mi tÃa Lú llorando. Estos hijos de la tiznada le habÃan dado sendos picotazos. Le sangraba mucho una mano y tenÃa una rajada en la cabeza. Algo decÃa entre llantos que yo no le entendÃa. La metà a la casa y no dejaba de hablar, le di un totopo con sal para que se calmara. Las cenizas, hijo, las cenizas, y se quedó dormida ahà en la cocina. Afuera estaba la chinga, oà la voz de MartÃnez y de los chamacos. SalÃ, otra vez con la resortera. Y vi que eso era una pendejada. Me fui al corral por un rastrillo, y solté los caballos, eran los cuatro que tenÃamos. La yegua de las carreras y los caballitos de trabajo. Encontré a unos chamaquitos tirados junto a un tronco. Los habÃa raspado el viento y los habÃa tirado el susto. Los levanté y los saqué hacia la casa, las mamás ya los buscaban.
Le dije a MartÃnez que nunca habÃa visto algo asà y me dijo que él tampoco, cuantimenos de noche. Sà estaba de dar miedo pero ni modo. El viento favorecÃa a los cacas pero el espantapájaros empezó soplarles, hacÃa un silbidito que no los dejaba aletear, pero le duraba poco. Al jefe de los peones se le ocurrió sacar una reata. Eso era lo suyo. Y como si fuera a lazar a un becerro empezó a girar el mecate. Y funcionaba, nomás de cerca. Los pajarotes se volaban un poquito más para atrás y ahà volvÃan, picoteando el maÃz. Montado en la yegua y con el rastrillo en alto empecé a ensartarlos; a los zanates era difÃcil atinarles pero a los cacalotes no. Su plumaje era como una armadura, y si lograba atravesarla hasta encajar en su carne sentÃa que me jalaban, quién me iba a decir que un cacalote pesara tanto, y crujiera. En cuanto me vieron atarantado los otros cacas se me tiraron encima. MartÃnez disparó su resortera y alcanzó a darme en un ojo. Caà de espaldas en la tierra. Desde abajo veÃa perdido nuestro cielo. Los caballos estaban empezando a asustarse, y eso siempre es mala señal. Oà que MartÃnez gritaba, lleno de desesperación, por pensar que me habÃa matado y porque al mismo tiempo mi tÃa Lú me llamaba desde la cerca. HabÃa sacado un anafre con bolas de copal. El humo puede ahuyentarlos pero con una chispita que se vuele igual se arde todo.
Los cacas no nomás se conforman con comerte la milpa. En cuanto se sienten un poquito fuertes pican a los chiquitos y atacan las casas, tratan de desprenderles las tejas. Ahora los veÃa como hijos de una cruza de guajolota y zopilote, entonces me di la vuelta. Aprovechándose del desmadre de arriba empezarÃan a aparecer alimañas, las hormigas rojas, iguanas, tejones, armadillos. Para empezar a ahuyentarlos primero habÃa que vencer a los cacas. La tÃa Lú le entregó a su capataz la urna con los restos de mi padre y le indicó que se acercara lo más que pudiera al espantapájaros y en cuanto arreciera el viento lanzarlas al aire, lo cual ocurrió casi enseguida. Los avechuchos empezaron a asfixiarse, las cenizas los hacÃan como de pómex antes de tumbarlos. Los ladridos de los perros me hicieron correr entre las milpas y vi que sÃ, que abajo estaba lleno de bichos atraÃdos por los granos, reconocà unas huellitas de tlacuacha y las seguÃ.
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