‘Déjame entrar’ (Tomas Alfredson)

Basado en una novela de John Ajvide Lindqvist, este inusual filme sueco de vampiros, seguramente decepcionará a más de un lector de la obra original (pese a que el guión de la cinta sea del propio Lindqvist) y, especialmente, a todo fan del cine fantástico que se regodee en los montajes frenéticos y los efectos especiales de última generación. Nada de esto encontrará en esta singular película de Tomas Alfredson, una historia de amor preadolescente con toques de horror que destila una sensibilidad muy particular por parte de sus autores, combinando ternura y toques macabros con resultados sumamente originales… por lo menos, en comparación con los clichés fantaterroríficos que acostumbra a ofrecernos el cine norteamericano.

Vaya por delante que nos encontramos ante una película pequeña, sin un gran presupuesto ni unos FX demasiado brillantes, aunque la tan cacareada (y lamentablemente destripada en muchos medios) escena final de la cinta es realmente espeluznante y su factura técnica, excelente. Sin embargo, para lo que pretende contarnos “Déjame entrar” no hace ninguna falta. De hecho, si omitiéramos el tema del vampirismo, la historia, aún variando sustancialmente, seguiría funcionando (realizando las pertinentes –y numerosas- modificaciones, claro).

La cinta de Alfredson nos narra la historia de Oskar, un sensible y solitario chaval de 12 años que vive en un hogar desestructurado, a principios de los 80, en una gris localidad sueca que en la película aparece bajo un perpetuo manto nevado. Su única relación con los demás muchachos de su colegio es la que mantiene (en el incómodo rol de víctima) con un trío de pequeños matones que le martirizan constantemente. Oskar alberga una gran ira reprimida en su interior que sublima fantaseando, cuchillo en mano, que hace pagar caro a sus maltratadores las humillaciones que le hacen sufrir. En esta tesitura, conoce a Eli, su nueva vecina, también de 12 años (pero desde hace mucho tiempo) y que ha olvidado lo que es sentir frío. “Casualmente”, desde que Eli ha llegado al barrio han comenzado a sucederse macabros asesinatos…

Esta es la premisa argumental de “Déjame entrar”. En principio, nada absolutamente nuevo bajo el sol pero es con la reutilización de mimbres conocidos (procedentes de géneros diferentes y, a priori, no demasiado susceptibles de ser combinados) donde John Ajvide Lindqvist y Alfredson consiguen dar una vuelta de tuerca a un tema, el del vampirismo, que siempre parece admitir un nuevo revisionado, no agotándose nunca del todo sus posibilidades…

En “Déjame Entrar”, la película, el Lindqvist guionista ha obviado los elementos más truculentos y sórdidos de su libro, eliminando subtramas y explicaciones sobre el origen de Eli, la niña-vampiro, centrándose en la historia de amor y soledad de los dos niños protagonistas. Esto ha enfadado a más de un lector de la novela que considera que se ha traicionado el espíritu de la misma. En mi opinión, el autor se ha limitado a dejar la historia en el chasis, a contar lo que realmente consideraba imprescindible de la misma. Porque ¿qué más da cuál sea el pasado de la niña-vampiro? ¿qué importan los detalles exactos de la relación rota entre los padres de Oskar?… Las cuatro pinceladas con las que se nos dibujan son más que suficientes para que captemos el trasfondo vital que ha perfilado la personalidad de los dos niños.

Por obvio que resulte, nunca está de más recordarlo: literatura y cine son dos medios completamente distintos y adaptar un libro a la gran pantalla no es un proceso de “transcripción” sino de “conversión, condensación y síntesis”, lo cual implica una elección creativa potencialmente muy peligrosa: ¿Qué tomo de una obra y qué deshecho? ¿Qué es lo importante y qué lo accesorio?… En mi humilde opinión, Lindqvist y Alfredson han acertado plenamente en los elementos seleccionados y también (y esto es mérito del director) en el tono y el ritmo elegidos.

Respecto al tono, si un calificativo le cabe a esta cinta es el de gélido (y no sólo por la nieve, omnipresente durante todo el metraje): la escasez de diálogos, la contención interpretativa,  la elección de planos largos y encuadres sobrios, la frialdad de la paleta cromática… Todo ello consigue transmitirnos la sensación de soledad y aislamiento de Oskar y Eli, cuya propia frialdad expresiva a duras penas enmascara una urgente necesidad de cariño, de calor llamémosle “humano”…  Y es que es tal la gelidez emocional que sirve de contexto a esta historia, que, hasta el interior de los hogares (llamarles así resulta casi sarcástico) cuyo espartano interior nos muestra Alfredson, resulta mucho más inhóspito que las frías calles en las que se desarrollan los primeros encuentros entre los dos niños (fascinante la primera aparición de Eli), dos criaturas de la noche, cada una a su manera.

Sobre el ritmo, excesivamente lento según algunos, se nos antoja que cualquier otro sería inadecuado para esta historia en la que el frío cala hasta los huesos y ralentiza casi hasta el pulso de los personajes (en especial los adultos, decadentes y bañados en alcohol). Precisamente, esa morosidad en el desarrollo de la narración, ese aparente “no pasar nada”, provoca que los escasos y puntuales estallidos de violencia resulten mucho más impactantes. Igual que las pocas escenas con efectos especiales, resueltas en muchos casos con elegantes elipsis (la subida de Eli al árbol, por ejemplo).

Sobre la particular versión del mito vampírico que la cinta de Alfredson nos muestra, hay que señalar que se nos presenta más como una maldición que como un mito romántico (aunque la película lo sea). Eli es un ser que bordea el salvajismo. Es un animal hambriento, prisionero de sus pulsiones más primarias (las escenas que nos la muestran alimentándose ponen los pelos como escarpias)… y sin embargo, es imposible no sentir una empatía absoluta con ella, viendo su lucha silenciosa por mostrar una ternura que nadie le ha enseñado a exteriorizar, sintiendo su vulnerabilidad detrás de un descuidado aspecto que, en ocasiones, nos retrotrae al de “El pequeño salvaje” de François Truffaut

Y no es una comparación gratuita, si nos paramos a pensarlo: en ambas películas, asistimos a un proceso de reeducación. En la cinta de Truffaut, el Dr. Itard pretende reintegrar en la sociedad humana a Víctor, el niño salvaje, al cual, unas circunstancias inusuales (el abandono en plena naturaleza, en su caso) han provocado un total desconocimiento de las más mínimas convenciones que se dan entre los que deberían haber sido sus iguales (y que, tal vez, nunca lleguen a serlo ya). En el caso de “Déjame entrar”, Oskar es el involuntario profesor y Eli, la niña-salvaje que aprenderá, en este caso a amar, gracias a él. Las circunstancias especiales que separan a la niña de la sociedad humana, obviamente, no es preciso mencionarlas…

Estamos pues, ante una película fascinante (aunque no una obra maestra como han querido ver algunos) que, sólo por lo inusual de su propuesta, se merece un visionado. Por mi parte, Eli ya ha pasado, por meritos propios, a formar parte de mi iconografía particular del cine fantástico reciente.

Para acabar, una escena que ejemplifica la sutileza del tratamiento dado a la historia: en un momento dado, Oskar observa a su madre dormida y enciende y apaga la luz para ver si se despierta. No lo hace… Y es que, de alguna manera, en la vida de Oskar, ya existían seres no-muertos antes de la llegada de su singular vecina

PD: Como aliciente extra, para ver este filme está el que, por fin, se nos muestra qué es lo que pasa cuando un vampiro entra en una casa sin ser previamente invitado…

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