Los niños perdidos, de Valeria Luiselli
Hace unas semanas un taxista metiche me preguntó a qué me dedicaba. Declararle que a la literatura sólo fue el inicio de su interrogatorio: que qué era eso y, tras una respuesta inevitablemente poco satisfactoria, que para qué servía. Entre mis balbuceos se reveló, al menos, una de esas iluminaciones sólo posibles en el interior de un taxi: en ese momento reconocí que ésas son las preguntas que importan.
¿Para qué sirve la literatura? A fin de cuentas, la literatura debe servir para algo más que pagar facturas y mendigar talleres creativos y colaboraciones, para algo más que convencerse de que tu anécdota en el taxi, tus acontecimientos y reflexiones más anodinas deben interesarle a alguien, ahora que los escritores de nombres más o menos noruegos y sus literaturas del yo están tan de moda. Para los aburridos ante el incontenible narcisismo de los Knausgård de turno y los epígonos del último Levrero, sus incesantes actualizaciones en redes sociales o sus artículos dedicados a conjugar el yo-mí-me-conmigo, Los niños perdidos, ensayo-crónica sobre los menores atrapados en el sistema migratorio estadounidense, brilla con una luz especial.