Como el cine español de los últimos años se ocupa de marines enterrados en Irak, asesinatos en Oxford y reivindicaciones presocráticas, ha debido ser un director mexicano quien haya abordado la temática de la crisis patria, ahora desde una perspectiva global. El espectador avezado sabrá que se trata de Barcelona, aunque cada plano de la película de Iñárritu podría transcurrir en cualquier lugar: una favela de Río, algún barrio de Luanda o una fábrica de Pekín, que ahora se llama Beijín. Este mismo azar obliga a que cada personaje pueda ser cualquiera: un caso-tipo, pongamos el de un exyonki del Raval transfigurado en Javier Bardem, nos transporta a los dramas de un villero de Buenos Aires, un emigrante saudí en Cincinnati o un tapicero de Calcuta.
Cabe preguntarse si lo global puede manifestarse suspendido en el vacío, sin un sólo brote en lo cotidiano: ¡poco importa! la globalización lo ha simplificado todo mucho y en un solo click, huelga afirmarlo, nos pone ante la joven lapidada en Nigeria o las masacres de delfines de Taiji, que está en Japón-pón. A través de sencillos mecanismos de diversificación de conciencia el film pronto se dota de un aire dantesco.
Los pobres aparecen siempre suplicantes, como niños de otras razas a los que les hubieran arrebatado la única ilusión por la que merece la pena vivir: ser como nosotros. Y mientras tanto, los que son como nosotros echan humo por la boca (¡fuman!) y declaran aviesamente sus planes de opresión. A flagelo de celuloide el hombre occidental entona su mea culpa por los males infligidos sobre el orbe.
Conviene repasar aquí la filmografía de Iñárritu. Nos enamoramos de Amores perros porque un perro se desangraba desde la primera secuencia mientras Gael García Bernal huía de unos matones por las calles sin fin de Ciudad de México. Nos gustó 21 gramos porque había algo de verdad en Benicio del Toro y en ese viaje de la droga por el desierto. Dudamos de Babel porque componía el retrato de los miedos que amenazan al norteamericano medio, que para Iñárritu es el ser humano medio, acechado entre quienes son demasiado reales: la parentela de la chacha mexicana, los magrebís salvajes que tan malas vacaciones dan al señor Pitt y familia (¡mejor no salir del suburb!). Para el ser humano medio “Biutiful” comete un error gramatical. Algo anda mal desde el título, algo está torcido y debería escribirse de otro modo, con una “ea” en vez de la primera “i”.
Para el ser humano medio esto es importante: que las cosas sean como tienen que ser. Por eso el ser humano medio entiende tan bien la escena que completa la primera hora de Biutiful. Aquella en la que la abnegada esposa negra del abnegado mantero negro, detenido por la policía, pronuncia la sentencia zoliana: “¡Y ahora, qué voy a hacer con mi bebé!”, mientras lava a mano toneladas de ropa sucia en el mugriento sótano que habita. Una hora de reloj. Suficiente para que la irritación me haga abandonar la sala y escribir una crónica de venganza.