Notas sobre el Profesor Piglia en un cuaderno

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La repetición de ideas tiene la desventaja de generar anestesias de la percepción. Me tomo el riesgo, sin embargo, de repetir algunas que llevo escuchando en mi cabeza por los últimos once años. Creo que pertenecen todas a Ricardo Piglia, pero entiendan, algunos de nosotros experimentamos mejor la realidad un poquito anestesiados.

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Hablando sobre Macedonio, Ricardo dice que quien haya inventado el soneto es mejor que Dante porque las generaciones de escritores continuarán escribiendo en esa forma, mientras que nadie podrá volver a escribir La divina comedia

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Ricardo dice que en las ficciones populares podemos imaginar el fin del mundo pero ni se nos ocurre imaginar el fin del capitalismo. Todos los estudiantes tomamos nota de eso y luego nuestras mentes se ausentaron de la clase mientras pensábamos en escribir una novela poscapitalista.

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Creo que los filósofos de cabecera de Piglia son Deleuze, Guattari y Gramsci. En ninguno de los seminarios de Ricardo leemos a Deleuze, Guattari o Gramsci.

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Ricardo dice, atribuyéndolo a alguien que ya no recuerdo, que la literatura fantástica de verdad, esa literatura de vampiros, fantasmas y toda suerte de monstruos seductores, surge en un periodo muy especial después de la muerte de Dios y antes del sicoanálisis. Todos tomamos nota y nos enfurecimos por todo el daño que Freud nos ha hecho.

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Ricardo siempre dice que Benjamin y Borges están llegando paralelamente a las mismas conclusiones con respecto a la cultura de masas pero que, tristemente, la única conexión concreta entre ellos es Scholem.

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Ricardo dice que el género policial es una manera de leer, que si leyéramos Don Quijote desde el género policial sería más divertido. Apenas leemos la primera oración, sospechamos que el narrador es el asesino que nos quiere esconder el lugar preciso de la escena del crimen en La Mancha

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En su seminario sobre las ficciones paranoicas le cuestiono que asigne el ensayo de Canetti sobre el paranoico Schreber y no el de Freud. Ricardo contesta que el sicoanálisis le parece despolitizador. Para la próxima clase vamos a leer uno de los ensayos lacanianos de Zizek sobre el género policial. 

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Los seminarios de Ricardo en Princeton suceden en el sótano de la biblioteca Firestone y duran tres horas con un receso de veinte minutos de por medio. Apenas comienza el receso Ricardo desaparece entre los anaqueles antes de que nadie pueda invitarlo a un café y él tenga que negarse. Me gusta seguirlo de lejos como un sicópata a ver qué libros busca. Suelo encontrarlo hurgando en la sección PG2900 (literatura rusa), manoseando libros por 20 minutos sin sentarse. 

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El primer seminario que tomé con el Profesor Piglia es para mí el que condensa su poética, “La ficción paranoica” (Otoño, 2005), un curso que se presenta como un estudio de la novela policial en Latinoamérica, pero que realmente es una teoría de las ficciones sobre el poder y los aparatos de control en la modernidad capitalista. Es en ese curso que aprendemos lo que a mí me parece que es el tema central del proyecto pigliano: la necesidad de una poética de la lectura para leer al mundo. Los libros se muestran como ensayos de lectura, como un aprendizaje, para leer la realidad. Él encuentra esa poética en lo que llama “paranoia”, pero no una paranoia en el sentido freudiano, narcisista, individualista, sino más en el sentido de Canetti o de Deleuze y Guattari, la paranoia como una respuesta social a la manera en que los centros de poder en el capitalismo se esconden. En cada sesión de ese seminario uno se adentra más en lo que pasa de ser una manera de leer (el lector paranoico de las detectivescas) a ser una manera de habitar el mundo. Es decir, la mayor parte del tiempo era el profesor Piglia, pero por momentos surgía Emilio Renzi como un modelo de algo no muy explicitado. Las clases más impresionantes fueron sin duda las clases en que discutimos a Borges acompañado de Poe, de Benjamin y de Macedonio (y hasta esos ensayos de Derrida y Lacan haciendo lecturas opuestas de “La carta robada” de Poe). En esas sesiones se inventa un Borges muy diferente. No sólo el Borges criollo o el Borges fascinado con la cultura de masas, sino un Borges que está armando una sociedad secreta anticapitalista (palabra tan lejana a Borges; tampoco creo que Piglia usara esa palabra en clase) y cuyas teorías de la conspiración nos invitaban a entrar en su laberinto. Un Borges muy vivo, pues, un Borges que sirve para leer la sociedad y no para “contemplar el universo”. Piglia ha enseñado ese curso muchas veces, y el lugar más obvio donde encontramos esas reflexiones es en su ensayo “Teoría del complot”, pero la verdad es que no se me ocurre un solo libro de él donde no esté presente ese seminario. 

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Ricardo dice en sus seminarios que la figura del “crítico” ya se ha popularizado en la cultura de masas y sus ejemplos son los comentaristas de fútbol y los fanáticos nerds de series como Lost o The Wire que escriben predicciones sobre lo que sucederá en el próximo episodio. 

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A Ricardo le gusta la relación entre velocidad y tecnología, pero también la critica. Por ejemplo, suele decir en sus seminarios que el proceso de circulación y divulgación se ha expeditado exponencialmente pero que la velocidad de la lectura sigue siendo la misma desde Platón. 

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Ricardo dice que las formas narrativas se liberan cuando una nueva forma aparece y las releva de su responsabilidad frente a la cultura de masas. Que la novela de entregas del siglo diecinueve se libera cuando aparece el cine y sólo entonces es que pueden haber escritores como Joyce, Kafka o Proust. Que luego le sucede lo mismo al cine con la tele, y es entonces que surge el cine de autor (Goddard, Buñuel, Hitchcok) y que luego le sucede lo mismo a la televisión cuando aparece el internet y es entonces que pueden surgir series como The Wire. Para la próxima clase leemos a los formalistas rusos. 

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Ricardo es muy generoso con todos nosotros durante sus horas de oficina y hace todo lo que puede por contagiarnos el virus literario. Le cuento sobre un proyecto monográfico sobre la paranoia en el origen de la modernidad, le cuento sobre los entes malignos de Descartes, los magos encantadores de Cervantes, sobre el síndrome de dios de Victor Frankenstein. No le estoy contando nada que él no sepa, sin embargo, él accede a aceptar el rol de maestro (rol en el que sin duda se siente incómodo) y me dice sencillamente que “ya estás entrando en el laberinto”. Yo salgo de la oficina tan contento…

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Ricardo dice que lo que tenemos que aprender de Macedonio y de Borges es que lo importante no está en cómo se manifiesta la realidad social en la ficción sino cómo nuestra realidad social está llena de ficciones. ¿Hasta qué punto puedo estirar esa idea en mis mentiras? 

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Ricardo cuenta varios encuentros importantes en su vida. Con un Piñera paranoico en Cuba, con un Walsh paranoico en Buenos Aires, con un Borges ciego que no toma ninguna ofensa cuando le leen eso que dice Ricardo en Respiración artificial: que Borges era el mejor escritor del siglo XIX argentino. Esas anécdotas las cuenta cuando los estudiantes insistimos, pero creo que sabe muy bien que mientras menos detalles ofrece, más se mitologizan esos encuentros con los precursores. 

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Ricardo apenas habla sobre política, pero su extraño modo de hablar sobre la literatura parece ser todo política. Lo mismo pasa con sus novelas (esto lo admite en un curso). Todas tienen un vínculo tan fuerte como secreto con su realidad política. Respiración artificial con la dictadura, La ciudad ausente con el neoliberalismo, Plata quemada con la burbuja económica, etc. Sin embargo, hay algo de la literatura para él que es mucho más importante que ese presente, mucho más grande. Es una política, pero para el futuro.

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Hablando sobre las artes de la injuria en Borges, Ricardo dice que los buenos escritores tienen que controlar hasta cierto punto la manera en que son leídos. Que hay una política y una ética de la circulación. Que no sólo se trata de lo que uno escribe sino con quién uno escribe, dónde publica, qué claves ofrece, cómo uno vive. Gabriela Nouzeilles, mi directora de tesis, me dice que el estilo es crucial en la escritura crítica. Que hay que arriesgarse, poner algo de uno, joderse un poco. Hay algo deliciosamente insalubre en este vicio de la lectura.

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El segundo curso que tomé fue “Las tres vanguardias” (Primavera, 2006), curso curioso porque no leímos ahí ningún texto estrictamente vanguardista. Es un curso sobre Saer, Puig y Walsh encarnando lo que para Ricardo son tres modos de experimentación literaria frente a la modernidad: Saer nos mostraba el esteticismo, Puig la incorporación de las ficciones de masa y Walsh el cruce con la política revolucionaria. El gran evento de este curso es escuchar a Ricardo hablar sobre su amigo Saer. Los escritores, sobretodo los hombres, tienden a sentir cierta ansiedad con relación a sus contemporáneos (Ricardo siempre menciona la ansiedad que a Borges le causaba Arlt o Quiroga). Y ciertamente, si nos ponemos a buscar rivales más o menos contemporáneos a Piglia, tendríamos que decir que Saer y Bolaño son los “rivales”, precisamente por lo cercana que son sus obras a la de Piglia. Sin embargo, cuando Piglia habla sobre Saer no hay ni una pizca de esa ansiedad competitiva. Todo lo contrario. Cuando habla sobre Saer se desarma. Y los estudiantes en esos cursos éramos tan fanáticos de Piglia que de pronto nos veíamos en su espejo y Piglia parecía un fanático jovencito de Saer, surgía Emilio Renzi. Piglia decía en ese seminario que con ningún otro autor ha sentido esa urgencia, esa expectativa por leer de inmediato sus libros en cuanto eran publicados, y trataba de anticipar lo que sucedería con Pichón Garay o Washington Noriega. Es mucha la admiración de Piglia por la obra de su amigo y en ese momento fu e  tan contagiosa que en unos meses me leí casi toda la obra de Saer. A Piglia le parece heroica la capacidad de su amigo de sostener, ya no a lo largo de un libro, sino de una obra, todo un mundo paralelo al mismo tiempo que el proyecto heroico de seguir profundizando en su experimentación formal. A Piglia le gusta que Saer se tome el riesgo de mostrar la escritura de sus personajes, pienso en la poeta de “Sombras sobre el vidrio esmerilado” y el traductor de Cicatrices. Me leí casi todo Saer con él, y sin embargo, la obra de Piglia siempre me parecerá infinitamente más interesante. 

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Viene Jorge Volpi a Princeton a dar una charla sobre una extraña teoría darwinista de la novela, muy propio de un escritor liberal. En la charla adula más de una vez a Ricardo. Ricardo no dice nada en la sección de preguntas. Viene Mario Bellatin a Princeton a dar una “charla” que no preparó, con bastante mala leche (justificada, estamos hablando de una institución muy terrible). Ricardo levanta la mano en la sección de preguntas para decirle a Bellatin que admira su adjetivación y su trabajo por encontrar siempre la palabra precisa. 

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Ricardo habla sobre Bolaño con tanta ternura como distancia. En esos años Bolaño se convierte en un superstar y todos los jovencitos como yo somos súper fans de Bolaño. No podíamos resistir imitarlo tanto en nuestra escritura como en nuestra manera de vivir. Ricardo habla sobre Bolaño como si él fuera mucho mayor que el chileno. No le gusta el “latinoamericanismo” de Bolaño, no le gusta la manera en que el mercado gringo lo apropió, sin embargo, se encuentra a sí mismo en las novelas de Bolaño. Y con eso quiero decir que Ricardo encuentra su yo en sus lecturas y Bolaño le sigue la pista a las lecturas de Piglia. A Ricardo, por ejemplo, le gusta señalar cómo ese capítulo tan fuerte sobre los femicidios en 2666 es un plagio de My Dark Places de James Ellroy. Pero para Ricardo la palabra plagio pertenece al registro de los héroes anarquistas, no de los arribistas mediocres. En mi libro sobre Borges y Macedonio cometí la travesura de plagiar algunas ideas de Piglia. Me gusta engañarme y pensar que él me devolvió al favor en la segunda mitad de El camino de Ida

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Hablando sobre Saer, Ricardo dice que la poesía es la forma por excelencia de la literatura. ¿Por qué Ricardo nunca escribe poesía, o lo que es más lamentable aún, por qué Ricardo nunca asigna poesía en sus cursos? Hay muchas páginas de La ciudad ausente que tensan el arco de la poesía como muy pocos lograron hacerlo. Yo voy a escribir poesía.

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 El último curso que tomé con el Profesor Piglia fue “Las poéticas de la novela en América Latina”, un curso en el que Piglia justificaba su rechazo a la idea de una tradición “latinoamericana” de la literatura y su “defensa” de una tradición literaria rioplatense. Leímos tres novelas en ese curso. Primero leímos Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, que Ricardo considera como el génesis de la literatura fantástica en el Río de la Plata o más apropiadamente de lo que él llama la literatura conceptual. Luego leímos la maravillosa El Zorro de arriba y el Zorro de abajo de Arguedas, que Ricardo leía junto a Guimaraes Rosa y Juan Rulfo como una poética regionalista que muestra los quiebres de la modernización en sus trincheras, un uso de la novela que podríamos llamar “mestizo” no sólo por su carácter racial sino por la tensión que se mantiene entre las hablas orales en los márgenes del proyecto modernizador y el lenguaje moderno por excelencia que es el de la novela. La tercera novela que leímos en ese curso es Los pasos perdidos de Carpentier, que Piglia veía como una excusa para tratar de pensar una poética caribeña de la novela en relación con el barroco y lo maravilloso. Como buen caribeño que soy, la elección de esa novela y de ese autor me molestó   porque la poética de Carpentier es tan blanca, tan sexista y tan proclive a recurrir al exoticismo esencializante de las culturas que no conoce. Paradiso de Lezama, hubiera sido mi predilección (difícil, pero no más difícil que Arguedas o Macedonio), y se me ocurren al menos 5 otras posibilidades (Piñera, Arenas, Manuel Ramos Otero, Alejandro Tapia) entre las que uno podría incluir hasta Cien años de soledad. Sin embargo, esta mala elección de Piglia me parecía que revela una clave poco o nada estudiada de su obra que es la importancia de su concepción del Caribe. Desde el premio Casa Las Américas hasta el Rómulo Gallegos, pasando por su encuentro con Piñera, su amistad con Arcadio y con Julio Ramos, las apariciones de Albizu o de personajes nuyoricans como Tony Durán y hasta su misma fascinación por el Ché que a veces aparece como un espejo de su propia aventura caribeña, el Caribe ocupa un lugar central en su trayectoria, y en el seminario se podía notar esa seducción y hasta reverencia frente al Caribe, si bien desde una distancia que a veces bordeaba lo incómodo. Piglia dice en ese curso que el Caribe es tanto García Márquez como Faulkner, pasando por Fanon, Walcott, Cesaire, Lezama, Ismael Rivera y Luis Rafael Sánchez, el punto de articulación de demasiados encuentros, es tanto el sueño de un mercado global esclavista como la pesadilla de los imperios en pugna que todavía no logran fijarlo. Si la literatura conceptual del Río de la Plata y la oralidad indigenista del mundo mestizo se presentan en Ricardo como una relación de tensión entre un lenguaje del poder y la apropiación de ese lenguaje a la contra (el complot contra el complot), las poéticas de la novela Caribeña, desde el barroco plurilingüe y plutónico, parecen llevarlo ya de plano no a una resistencia sino a una utopía del lenguaje. Piglia encuentra en la poética caribeña esa isla joyciana que se repite en variaciones lingüísticas al final de La ciudad ausente. Es la llegada o la visión profética de un lenguaje poscapitalista, sin propiedad y sin normalización, sin nación-estado, siempre cambiante, y demasiado viva para mantenerse fija en el tiempo. 

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Ricardo habla mucho en sus clases sobre Thomas Pynchon, Phillip K. Dick y James Ellroy. Si uno escuchara a Ricardo sin conocer a esos escritores uno pensaría que son todos Uruguayos o Argentinos. 

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Habría que hacer una lista de la extraña y poderosa influencia que Ricardo Piglia ha tenido en la literatura puertorriqueña comenzando con Julio Ramos, que luego de escribir su libro clásico (Desencuentros de la modernidad en América Latina) termina escribiendo una novela, Por si nos da el tiempo, que es, entre muchas cosas, un homenaje a Ricardo Piglia. Ese encuentro de dos grandes tan raros merecería un relato (ya existe). Pero entre los más jóvenes, tendríamos que hablar de la ya extensa obra de Juan Carlos Quiñones, de Bruno Soreno, del poeta Noel Luna y de joven Carlos Fonseca. El responsable de ese contacto, sin duda, es Arcadio Díaz Quiñones que comparte una influencia mutua con Ricardo Piglia.  Arcadio es profesor en Princeton. Yo nunca he tomado un curso con Arcadio.

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Ricardo dice que la modernidad es un eufemismo de “capitalismo”. Que por ahí ya toca abolir esa palabra.

Gabriela también estudió con Ricardo cuando tenía mi edad. Ricardo se disfruta las intervenciones de Gabriela, y ella es muy buena creando espacios para que él intervenga. ¿Estoy aprendiendo tanto como aprendió Gabriela? Gabriela trae a su amigo Alan Pauls a Princeton. El tipo es muy divertido. Habla en oraciones completas sin titubeo. Lee tan bien como Ricardo. Aprendió mucho de él. ¿Yo estoy aprendiendo tanto como aprendió Alan cuando tenía mi edad? Me dice que Plata quemada es una novela subestimada. Que todavía no se ha entendido el nivel de esa intervención, que el elemento extra-textual es crucial para entender lo que allí se narra. Dice que es una novela sobre lo que tienen que hacer los escritores para ganarse la vida. Es una novela sobre la maldita relación entre vida, experiencia y dinero. Luis Moreno está de acuerdo. El premio monetario del certamen que gana y el juicio posterior la convierten en una obra maestra sobre la relación entre dinero y escritura. ¿Estoy aprendiendo tanto como Luis Moreno? Tengo que revisar mi ránking de las novelas de Ricardo.

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Ránking revisado de las novelas de Ricardo. En este orden estricto, La ciudad ausenteBlanco NocturnoRespiración artificialNombre falsoPlata QuemadaEl camino de Ida. Después de hablar con Alan y con Luis puede que suba Plata quemada antes de Nombre falso. ¿Cuándo lograré establecer un orden definitivo?

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Ricardo dice que la “buena literatura” es aquella que sabe lo que no quiere ser. El buen escritor no sabe qué es lo que escribe, pero puede controlar lo que no quiere escribir. Y así, descartando cada vez más, todos tomamos nota y comenzamos a hacer listas de autores a descartar. Yo comienzo mi lista con Alejo Carpentier. 

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Hoy Ricardo está dando una charla. Se para detrás del podio apoyándose con una sola mano. A lo largo de la charla parece que se va a caer hacia la izquierda. Digamos que el lado izquierdo de su cuerpo parece algo inestable. Pero esa inestabilidad le da cierta extraña autoridad. Y así, siempre a punto de caerse pero nunca caído, habla sobre formas narrativas condensadas en el corazón de las tortugas, habla sobre series y cortes, sobre relatos de amor que cambian las maneras de sentir de una ciudad, habla sobre formas y eventos, sobre conspiraciones literarias y ficciones paranoicas, sobre vanguardias clásicas y clásicos vanguardistas. Cuando era estudiante en la UBA Ricardo estudió historia.

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Luego de un rato de conversaciones, siempre intelectuales, Ricardo termina las reuniones con un “bueno” que realmente quiere decir “ahora vete a escribir” y eso es exactamente lo que he venido haciendo estos últimos once años.

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